Fisuras en la hegemonía y disputa democrática.

En una historia abierta, la política es al que decide entre varios posibles

D. Bensaïd.

Sólo a lucha, y no su resultado inmediato, sino el que se expresa en una victoria permanente dirá lo que es racional o irracional

Gramsci.

Nadie puede negar que el último ciclo de luchas abiertas ha generado una serie de cambios en el escenario político del país.  Aunque, como ya parece ser consenso entre la izquierda revolucionaria, las arremetidas desde abajo han fisurado la hegemonía burguesa, esta idea es demasiado amplia. Para ser más precisos, lo que la actividad de los de abajo ha fisurado es el consenso pasivo, abriendo una nuevo dinámica política que ha obligado a las clases dominantes a salir de su comodidad y buscar nuevos mecanismos que permitan sostener lo fundamental del modelo y transar lo secundario, es decir, pasar a una dinámica inicial de consenso activo.

La diferencia entre uno y otro tipo de consenso fue elaborada por Gramsci. El primero supone la mera resignación de los sectores subalternos al dominio de la pequeña política, es decir, a las meras variaciones de fuerza al interior de un marco establecido, donde las fracciones de los sectores dominantes median sus diferencias de carácter menor y no sustancial; por su parte, el segundo tipo de consenso se construye con la participación o integración de las organizaciones de masas, y donde se tensan las concepciones tradicionales, bases de la pequeña política, abriendo espacios para que retorne la “gran política”, es decir, la pugna por el cómo se comprende el conjunto de la sociedad y no aspectos menores o parciales.

En otras palabras, el movimiento estudiantil, junto con las movilizaciones de trabajadores vividas durante la década del 2000, han dado paso a la política de masas. Las tensiones desde abajo, la movilización, ha puesto en alerta a las clases dominantes, las ha obligado a pensar por medio de sus intelectuales (clase política)—los encargados de mantener el consenso y la cohesión social—a buscar los mecanismos de integración pertinentes para restituir la hegemonía perdida. Esta necesidad de integración, esta suerte de necesidad de recuperar lo perdido (como objeto y como espacio) expresa que la política ha empezado a dejar de ser patrimonio de una elite de administradores y las masas se empiezan a atrever a disputarla[1], tanto en el marco del crecimiento de sus organizaciones como de sus expresiones políticas (aún minúsculas).

Estos aspectos positivos, al estar enmarcados en el desarrollo vivo de la lucha de clases, nos obligan a pensar posibles escenarios de enfrentamiento e integración de las demandas nacidas desde abajo, ya que no hay una relación mecánica entre la emergencia de la movilización de masas y el logro de los objetivos socialistas, sino que este proceso está mediado por una compleja correlación de fuerzas que se apoyan y expresan aspectos objetivos del bloque histórico.

¿Reforma pasiva?

El ya citado Gramsci, en sus Cuadernos de la cárcel, elabora una serie de conceptos que si bien nacen muy arraigados a la realidad italiana, pueden ser orientadores respecto de ciertos fenómenos contemporáneos. Uno de esos conceptos es el de “revolución pasiva” y que se debe comprender como el proceso de incorporación de ciertos aspectos de las demandas desde abajo, pero sin transar lo fundamental y que, al ser realizadas, refuerzan los consensos, pero cambiando la correlación de fuerzas. Es decir, el concepto de revolución pasiva implica, de todas formas, la integración de las masas a la política nacional, generando un consenso ahora activo, dejando en pie la posibilidad de nuevas modificaciones. En otras palabras, la revolución pasiva se intenta hacer cargo de las tendencias inevitables del desarrollo estructural. En ese sentido, la política se debe comprender como la respuesta o la forma de resolver (voluntad) ciertos procesos históricos (fuerzas objetivas).

Como bien señala Coutinho, las características de la revolución pasiva son: “1) las clases dominantes reaccionan a presiones que vienen desde las clases subalternas, a su “subversivismo esporádico, elemental”, es decir, aún no suficientemente organizado para promover su revolución “jacobina”, a partir de abajo, pero ya capaz de imponer un nuevo comportamiento a las clases dominantes; 2) esta reacción, aunque tenga como finalidad principal la conservación de los fundamentos del viejo orden, implica la recepción de “una cierta parte” de las reivindicaciones provenientes desde abajo; 3) al lado de la conservación del dominio de las viejas clases, se introducen así modificaciones que abren el camino para nuevas modificaciones”[2].  Si bien el concepto gramsciano es más claro si se aplica a transformaciones significativas como las vividas en Chile a partir de los años 30—marcado por  los cambios constitucionales de los 20 y la caída de Ibáñez—hasta el golpe de estado en 1973, o el proceso venezolano, o quizá el argentino, la idea de “revolución pasiva” se perfila en los horizontes inciertos abiertos por la lucha de clases en Chille.

De lo anterior, se puede deducir que la idea mecánica de “irreformabilidad del modelo” pasa por alto la elasticidad de la política y de las variables institucionales, así como los procesos tectónicos que algunas vez impulsaron las transformaciones estructurales. Obviamente, no somos partidarios de que la política pueda variar de manera autónoma y sin vinculación a la estructura (como parece creer el autonomismo[3]), sino que las variaciones del bloque histórico (unidad de estructura y superestructura) están sujetas a aspectos mucho más complejos. En otras palabras, que el modelo neoliberal sea cuestionado no implica su derrumbe, pero tampoco se deriva mecánicamente que este deba ser transformado sólo en los marcos estructurales del capitalismo dando paso a un nuevo patrón de acumulación capitalista, solo que ahora no-neoliberal. En cualquiera de los dos casos, la posibilidad de “revolución pasiva”—que podríamos adaptar, dada la diferencia en las intensidades, a la idea de “reforma o transformación pasiva”—es una realidad latente y su éxito o fracaso puede marcar el nuevo ciclo de la lucha de clases.

Si consideramos que hoy, querámoslo o no, las tendencias generales del movimiento de masas se expresan en un momento de maduración menor al de lo ético-político, en el pasaje de una fase meramente corporativa a una mayor, pero que aún se da “en el terreno de lograr una igualdad política-jurídica con los grupos dominantes, ya que se reivindica el derecho a participar en la legislación y en la administración y hasta de modificarla, de reformarla, pero en los marcos fundamentales existentes” (Gramsci),[4] la posibilidad de la “captura” es bastante real. La posibilidad de una ruptura “jacobina”, si queremos seguir con Gramsci, depende tanto de las capacidades de ciertos sectores de abajo de articular un proyecto político antagónico (anti-capitalista), las posibilidades reales que entrega la superestructura (desequilibrios de la estructura, como el agotamiento del patrón primario exportador y necesidad de un nuevo patrón de acumulación) y las tensiones al interior de las clases dominantes (como expresión de los intentos por resolver la crisis). Estos factores constituyen la posibilidad objetiva de una transformación real, pero donde el ariete es, de todas formas, el factor subjetivo: la construcción de un proyecto político socialista y libertario.

La disputa democrática.

Tomando en cuenta el bajo desarrollo subjetivo del movimiento popular, pero teniendo presente al mismo tiempo que, tal como plantea Pannekoek, “es sólo mediante la lucha por el poder mismo como las masas pueden agruparse, instruirse y constituirse en una organización capaz de tomar el poder”[5], podemos afirmar que el periodo actual sigue siendo de rearme de los trabajadores, de recomposición de sus fuerzas y organizaciones, de desarrollo de su ideología orgánica y articulación de sus intelectuales en medio de las nuevas disputas que se abren. Sin embargo, esto que era una abstracción hace un par de años, empieza a adquirir una forma mucho más concreta en los marcos de apertura—tensada desde abajo—de la democracia burguesa. Por lo tanto, la pregunta que nos debemos hacer es ¿bajo qué premisas se debe abordar el periodo para logar sortearlo con éxito? Obviamente, lo que está supuesto en esta pregunta es la perspectiva estratégica que nos permite desarrollar no sólo un marco de acción, sino uno parámetro de medida respecto del desarrollo de las fuerzas de los trabajadores y su capacidad de enfrentamiento. Para los sectores revolucionarios cuya perspectiva estratégica pasa por el poder popular (comprendido como dualidad de poderes), el actual periodo debe ser abordado de tal manera que permita a la clase trabajadores dar el salto a formas superiores de lucha y disputar abiertamente el poder bajo una perspectiva socialista. En otras palabras, el periodo abierto estará marcado por el desarrollo de reformas de carácter democrático, pero no puede ser abordado de la misma forma por revolucionarios y reformistas, ya que, como señala Lenin, “los reformistas pretenden con algunas dádivas dividir y engañar a los obreros, aparatarlos de su lucha de clases. Los obreros, que han comprendido la falsedad del reformismo, utilizan las reformas para desarrollar y ampliar su lucha de clases”[6]. Es decir, para los primeros se trata de acomodar a las masas en el capitalismo, re-editando los consensos, mientras que para los segundos, la cuestión es exponer las contradicciones del capitalismo, su incapacidad estructural para resolver los conflictos derivados de sí mismo y promover la construcción de una fuerza subjetiva capaz de atravesarlo.

Dicho de otra manera, las tensiones desde abajo han propiciado las tendencias de las clases dominantes a la apertura democrática. Obviamente, dichas clases pretenden llevar a cabo este proceso bajo los parámetros propios de la institucionalidad burguesa, de ahí que planteemos la necesidad de disputar esos parámetros propiciando al menos tres cosas: primero, la entrada directa de las masas a la lucha política; segundo, la conformación de órganos de lucha que permitan disputar la apertura, desarrollando la independencia de clases; y tercero, que esta misma lucha haga evidente los límites de la democracia burguesa, es decir, que sea la lucha la que haga patente la incompatibilidad del régimen democrático burgués con los intereses fundamentales de los trabajadores y los obligue a plantearse formas de organización antagónicas al Estado. Estos tres aspectos tienen un desarrollo simultaneo y su superación debe ser el indicador de una nueva fase de la lucha de clases, donde las tendencias por la lucha abierta por el poder son más claras, precisas y tienen formas determinadas en organizaciones concretas de los trabajadores y demás sectores subalternos. En otras palabras, se trata de hacer emerger de las entrañas de la sociedad burguesa la necesidad de la revolución, gestar lo insoportable del régimen e instigar a que las masas irrumpan violentamente en el gobierno de sus propios destinos, como diría Trotsky. Este proceso implica hoy tensar la democracia burguesa desde abajo y ganar a las masas para el socialismo mientras luchan.

En este marco, la iniciativa respecto de estos procesos de gimnasia socialistas mezclará, seguramente, una doble tendencia de carácter desigual y combinado, donde los sectores más avanzados tendrán una obligación fundamental de educar políticamente a los sectores emergentes, traspasando aprendizajes a estos sectores más atrasados que comenzarán a dar sus combates, de ahí que la multisectorialidad, por ejemplo, no tiene que ver directamente con el fetiche de la clase trabajadora—cómo puede señalar el autonomismo en el ya citado texto—, sino con el desarrollo de sus potencialidades objetivas, aceleradas por los aprendizajes de otros sectores como son sus pares de sectores estratégicos y el movimiento estudiantil y, fundamentalmente, como el proceso que debe llevar a la creación de una verdadera voluntad colectiva. Como dice Gramsci, “Una conciencia colectiva, esto es, un organismo viviente, no se forma sino después de que la multiplicidad se ha unificado a través de la discrepancia de los individuos: tampoco puede decirse que el “silencio” no sea multiplicidad. Una orquesta que ensaya, cada instrumento por su cuenta, da la impresión de la más horrible cacofonía; y sin embargo estos ensayos son la condición para que la orquesta viva como un solo ‘instrumento’”.[7]

Por lo tanto, este periodo de disputa democrática no sólo implica avanzar hacia adelante y llevar a la burguesía, en cada enfrentamiento, al campo abierto, desenmascarando su rol reaccionario, el carácter de clase de sus propuestas y su incapacidad de darle una salida real y satisfactoria a los trabajadores, sino que implica un desarrollo horizontal, complejo y “cacofónico” de relaciones intersectoriales en primera instancia, pero unitarias al mediano plazo, donde el movimiento popular deje de ser una mera agregación de demandas y encuentre una identidad propia, de conjunto, única, como clase y no sólo como sector. Estas tendencias, cristalizadas en organizaciones, deben ser el soporte y expresión material del paso a un nuevo estadio de lucha que haga prevalecer el momento ético-político y que no es otro que la disputa por la conducción generalizada de la sociedad.


[1] Aunque esta disputa es emergente, el análisis político debe tratar de visualizar tendencias y no sólo describir situaciones determinadas

[2] Coutinho, N. “La era neoliberal y la hegemonía de la pequeña política”., en Marx en el siglo XXI, Tomás Moulian (coord.), LOM, Santiago, 2011, p. 183-196.

[3] Ver, por ejemplo, Multisectorialidad: ¿Una cuestión de táctica o estrategia?, en http://www.izquierdaautonoma.cl/multisectorialidad-una-cuestion-de-tactica-o-estrategia/

[4] Debemos recordar que, para Gramsci, los elementos fundamentales de este marco siguen siendo el Estado y el Capital como relaciones sociales dominantes.

[5] Pannekoek, A., Teoría marxista y táctica revolucionaria, en http://www.marxists.org/espanol/pannekoek/1912/tactica.htm

[6] Lenin, V., “Marxismo y reformismo”, en Contra el Revisionismo,  Ediciones de Lenguas Extranjeras, Moscú, 1959 , p.188.

[7] Gramsci, Cuadernos de la Cárcel, T. 5, Ediciones Era, 1981, p. 191

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Escrito por Vladimir Benoit